20 diciembre 2006

Pocas veces en mi vida he tenido la ocasión de comprobar, en carne propia, cuán cierto es que es mejor ser el amo de tu silencio que esclavo de tus palabras. En buena hora afirmé mi tranquilidad, vendí barata mi paciencia y dije guardar mi orgullo, que esto parece ser sinónimo de abrir las fauces de la permisividad, permitir que descarguen contra ti furias ajenas y dibujar en la espalda de tu dignidad la diana donde los dardos clavarán sus aguijones. Se confundió el apoyo con la sumisión, los ánimos con la humildad más humillada, las palabras de calma con insinuaciones para que te pisoteen.

Y lo mejor de todo, cuando aprietas los dientes y te niegas a que se descarguen las basuras sobre tu criterio, te echan en cara que todo aquello que dijiste no lo estás cumpliendo.

Pues para que no se diga que no cumplo mi palabra, mientras la marejada dure, amarraré mi barca en puerto tranquilo. Quizá, cuando pase el temporal, regrese a tus costas, pero hasta entonces, cada uno por su lado.

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