13 septiembre 2006

Odio la hipocresía. Básicamente porque me rijo por las normas de la sinceridad más visceral y cometo la absurda y utópica equivocación propia del idealismo adolescente que todavía se alimenta en mis entrañas de creer que aquellos que me rodean sienten la misma necesidad que yo de cubrir sus actos con un velo de honestidad. Prefieren predicar con el ejemplo ajeno y escupir su saliva farisea sobre la dignidad de los que todavía creen que se puede vivir en este mundo sin cambiarse la máscara cada veinte minutos en función de la función que se interprete. Cada una de esas máscaras se les pega a la piel, y con cada puesta en escena se les desgarra el rostro hasta que llega el día en que no tienen más cara que la que decidan ponerse esa mañana. Son incapaces de mirarse al espejo sólo por no ver su propio interior devolviéndoles el guiño.

Porque sólo los más cobardes apuñalan por la espalda, regalan tu oído para conseguir el atenuante de tu confianza y el agravante de tu sinceridad. Reciben lo que jamás darán y se alimentan de ello, destruyendo esa visión que tenías del mundo en el que nadie podría hacerte daño simplemente por el placer de sentirse mejor que tú. Cuán erronea es esa concepción de la vida y cuántos habremos penado por no dejar que nos la pisen.

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