18 octubre 2006

El día del lunes fue como una tormenta. Los primeros nubarrones aparecieron varias semanas antes, pero hicimos como quien sale sin paraguas aunque amenace lluvia. No quisimos ver que esta vez el color no era blanco, sino negro amargo. Las primeras gotas cayeron descubriendo una primera vez, de ésas que hacía mucho que no teníamos, pero las espantamos con la mano y secamos el pensamiento latente, cargado de electricidad. Pero cuando la novedad pasó a recuerdo los rayos ya deslumbraban el dolor acumulado a nuestras espaldas. Y los ojos se cerraron al amor y se abrieron al odio.

El lunes fue el peor día de los últimos años de mi vida, y por suerte o por desgracia he tenido para elegir entre unos cuantos. El lunes la tormenta se terminó de ceñir sobre nosotros, sobre lo que compartimos, sobre lo que somos, y hendió nuestros oídos con truenos de reproche y palabras desalmadas, con gritos, golpes y lágrimas. Cuando la tormenta pasó, no se llevó con ella la catástrofe y los escombros, sino que los dejó en nuestras manos para reconstruír esa choza inestable en la que habitamos juntos. Y en tu pelo quedaron hebras del pasado y en mis ojos el trasluz de lo que fue. Se apagaron las miradas, se empañaron los sentidos. Nos soltamos de la mano por primera vez en más de un año, para cerrarla en un puño con que abatir al otro.

Ahora, tras la tormenta, viene la calma. Ahora, volvemos a encontrarnos en esa choza deshecha pisando la madera bajo nuestros pies desnudos, sacándonos las astillas que hieren más que estacas porque es su menudez, su insignificancia, las que hacen que se acumulen en las heridas hasta infectarlas.

Pero nunca más. Ya nunca más.

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