28 noviembre 2006

Leyendo el blog de una persona a la que no conozco pero que me ha enganchado totalmente, me ha inspirado la narración de cierto relato cargado de humillación. Más de uno se estará frotando las manos...

Recuerdo el día de mi comunión. Ese día en el que toda tu familia parece tener derecho a tirarte del moflete, abrazarte y dejarte los morros estampados en la cara. Qué repelús... En fin, recuerdo el madrugón para arreglarnos, el peinado funesto que me hizo mi madre (casi me llama Spielberg para rodar la cuarta parte de Tiburón, tal era la protuberancia que me dejó en el cogote), a mi padre ahogándose con el botón de la camisa (de donde no hay nunca se pudo sacar) y la llegada por fin a la iglesia. Un montón de críos vestidos más o menos horteras en función de la suerte parental que hubieran tenido. Éramos una panda de desgraciados... Nelson se podría haber hinchado a pellizcos.

Pues héte aquí que salimos, todos en fila, estamos un rato de pie (tengo el recuerdo de que fue un rato jodidamente largo) mientras el cura bla bla bla bla y por fin nos pudimos sentar. Las sillitas eran como las de prescolar, de tamaño más bien reducido. Ya sé que no abultábamos mucho, pero entre el vestido, el cancán y demás perifollo, tuve la "suerte" de sentarme encima de uno de los aros del soporte del vestido, de manera que toda mi falda se alzó cual carpa de circo al viento tormentoso... y yo sin enterarme, por supuesto. No fue hasta que regresé de mi abstracción producida por el sopor la voz nasal del cura (no he conocido a uno solo que no la tenga), que vi a toda la primera fila de la iglesia y parte de la segunda y tercera haciendo unos gestos raros con las manos. Yo no entendía qué querían decir... hasta que una señora se acercó a mí y me susurró discretamente que me bajara la falda.

Todo esto en mitad de la iglesia... Gran día, sí señor. Ni pensar cuando me case...

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