07 diciembre 2006

La miré y parecía la imagen misma de la soledad retraída. Sentada en la barra de un bar de barrio, una cafetería insulsa, parada de la mediocridad y los sueños evaporados, miraba hacia la calle, cigarrillo entre los dedos, humeante, arrastrando con su estela los malos pensamientos. La cerveza sobre la barra, el vaso húmedo y la marca de unos labios agrietados, fruncidos por la mueca desalmada, rumiando entre los malos deseos y la acritud todo lo que quiso ser y se quedó en el éter.

Los ojos oscuros, enmarcados en cuencas más oscuras, se fijaban en un punto lejano donde se condensaba en una molécula la última pasada de largo de una vida sin esperanza, de un segundo que cambiara los ejes del reloj, de un momento en que las palabras abandonaron tenues una boca para zaherir un brote marchito.

Sentir siempre fue un error, y se culpa por el error ajeno fustigando una herida que ya sangra sola. Pero el dolor autoinflingido siempre se soporta mejor que el que no buscamos, que el que llama al rencor y la venganza, que el que torna mal aquello que un día fue pureza. Y da una calada mientras la ceniza desafía la gravedad, sola, como nunca debió de dejar de estar, y se viste con su manto negro para vagar entre los planos de una mentira, dejar su rastro en las comisuras de la boca y arrancar la sonrisa que otrora alegró alma, corazón y ser.

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