Cuando la recogí no era más que unos pocos gramos de miedo, desconcierto e incertidumbre. La vida se cernía sobre ella carnívora, y sus patitas temblorosas ignoraban que aquélla transcurre sobre arenas movedizas que no ves hasta que te atrapan.
Apareció en mi jardín mansa, quieta, casi estática, sin capacidad de reacción ante las manos que la asieron y acariciaron con ternura. El terror le hizo corresponder los mimos no demandados, y ante nuestras atenciones creció, manteniendo dentro de sí un alma indómita y un carácter independiente, casi nacionalista. Sus enormes ojos te observan, entre el azul del cielo de primavera y el azabache del deseo de unas pupilas dilatadas. No le gusta que la cojan, ni que la toquen, si no es ella la que, zalamera, se aproxima a ti enredándose entre tus piernas y tu poco tiempo, ronroneando tu conciencia y reclinando tu espalda para atusar su melena clara, justo entre las orejas grandes de avispada como pocas. Pero esto no puede durar más de unos pocos segundos, enseguida es siente traicionada, como si sus principios la obligaran a sacar las uñas y arrancarte hasta el último átomo de cariño que hubiera podido regalarte. Y te bufa, te gruñe y sale corriendo despavorida.
Supongo que tuvo una infancia difícil. Quiero creer que por mucho cariño que hayamos intentado darle, siempre le quedará en la retina aquellos primeros días en que vio lo que no debía, en que vivió lo que no le correspondía.
Supongo que Nina y yo nos parecemos mucho.